¿Y cómo es que se dice? ¿»LA» Covid19? ¿»EL» Covid19?
Parece que ningún «género» quiere cargar con el mochuelo.
El lenguaje, aquí, es «desinclusivo».
Se dice «la» enfermedad y se dice «el» virus. Parece que está bien en ambos casos.
Me recuerda lo que pasó en su día con los huracanes. Que se iban bautizando con nombre de mujer (Casandra, Gilda…), por orden alfabético. Hasta que alguna fémina ofendidita protestó. Y ahora se les llama también con nombres masculinos, alternado en cremallera: Mitch, Katrina, Gilbert, Camille…
Seguro que cuando «los del aprobado general» lleguen a los puestos de mando harán otra reforma. Nada de llamar a la gota fría «LA Dana». La Dana y «El Dano». Todos iguales.
Como en las peluquerias unisex.
Esta tarde pedí cita para «sanear puntas». Ya tocaba. Se te hace un poco raro ver cómo, por un lado, utilizan contigo las mismas herramientas que para el paisano que me ha precedido en el sillón del trono. Pero, luego, han desinfectado con el frus-frus y eso.
Las sillas de espera, además, separadas a distancia prudencial.
Tranquilo me dejan.
Y en la frutería del barrio, donde he comprado antes de volver a casa, otro tanto: guantes, señalización… Todo ordenado, conforme al reglamento.
Antes de todo eso, esta mañana la misma persona que antes de empezar «el baile» me avisó de la que se avecinaba, ahora me dice que ha bajado la virulencia, que está todo camino de enderezarse y que para el 1 de agosto el virus se queda residual. Que mire las estadísticas de la Región de Murcia.
Vamos, poco menos que el confinado va a ser el bichito.
Como soy un ignorante de esto, además con certificado y todo, no me he atrevido a preguntarle por qué estaba tan seguro. Me ha notado un silencio al otro lado del teléfono y me ha dicho que solo hay que mirar lo que pasó en otras épocas.
Bueno, de otras pestes hemos salido; la Humanidad, digo. Eso no se lo puedo discutir.
Pero lo cierto y verdad es que la crisis económica en la que ya estamos no nos la quita nadie.
Y de ese tipo de crisis, para mi desgracia, uno ya va sabiendo un poco.
Cuando la he sacado del fondo del maletero todavia llevaba puesto el precio. Apenas la habré usado tres o cuatro veces. Como es de aluminio, no se oxida; y así sigue, impecable. Como el primer día.
La compré en un chino que hay a la salida de Cabo de Palos hace ya unos cuantos años. Era uno de esos días en los que sabes que todo saldrá bien porque no lo has planeado. Fue un día «de mucho» que antes fue «víspera de nada».
De todos los restaurantes que tienes para elegir en el paseo del puerto, el que más me gusta es «El Pez Rojo». Se come bien, a un precio razonable; y, aunque a veces van un poco de «sobraos», te aconsejo que pelees por una mesa al borde de la terraza, con vistas a la bocana del puerto.
A veces, en invierno, si alargas la sobremesa tienes el regalo de una puesta de sol espectacular. Y en temporada alta, el trasiego de embarcaciones es, en sí mismo, hipnotizante. Más que verlas llega un momento en que solo las intuyes, dibujado su contorno a contraluz; pues tal es el brillo del sol cuando rebota en el mar.
El caso es que ese día de plan improvisado compré una sombrilla para bajar a la playa. Y después de ese primer uso, ahí se quedó, en el maletero. Preparada para otros «por si» que, sin embargo, no llegaron.
Ha viajado luego por toda España, conmigo de aquí para allá, agazapada al fondo, sin quejarse. Sin estorbar.
Pero, aunque en Almería, en Málaga, en Asturias, en Cantabria o, incluso, en el pantano de Iznájar -en la Subbética- también hay playas, desde entonces, como he dicho, la habré usado dos o tres veces más. En La Torre de la Horadada. Y pare usted de contar.
Para la «nueva normalidad» se prevé que las playas estén parceladas, cuadriculadas, vigiladas con drones, con aforo limitado y entrada restringida, previa cita.
Creo que la espontaneidad esa del «aquí me paro, aquí me baño» se ha perdido, y para mucho tiempo, además.
Así que ya no tiene mucho sentido llevarla en el maletero. No habrá más «por si», al menos a corto y medio plazo.
Esta mañana compré un soporte para la sombrilla.
Desde esta mañana es la bandera que luce en mi terraza.
Aparte del cocodrilo de Hacienda, en el tiempo suspendido he notado la proliferación de sabandijas varias, de esas que te pegan un pellizquito por aquí y otro por allá. Atento, pues; porque, si me despisto, me pueden dejar el bolsillo temblando.
En cuanto comenzó el confinamiento los carteristas se quedaron sin trabajo -como el Tío de la Avioneta- encerrados en casa, en un ERTE forzoso; y, aunque ahora salgan a la calle, lo de la llamada «distancia social» los señalaría como a una mosca en un vaso de leche.
Así que se ha debido de producir una suerte «reconversión delictual», en la que pasamos del «afanador» manual al cibernético.
Son acciones que se las puede tildar de tentativas de estafa y, si no estás espabilado, lisa y llanamente de eso, de estafas consumadas.
Las primeras coincidieron con el inicio del estado de alarma. Eran correos con «phising» de supuestas webs de bancos y otras más sofisticadas que se emboscaban bajo el emblema de la Inspección de Trabajo. Menos mal que recibí avisos serios que pude leer y atender a tiempo.
Después tuve otra tentativa de estafa que venía directamente desde Telefónica. Un día, en mitad del confinamiento, me avisaron por correo de que «ya tenía mi web activada». Error garrafal por parte del estafador, puesto que la mía la tengo activa desde hace más de diez años. Al final, después de varias llamadas, conseguimos dar de baja el servicio que desde luego no habíamos pedido. Al finalizar la incidencia me dieron el número de identificación del agente comercial que tramitó el pedido para que pudiera formular una queja, lo que me llevó a pensar que era una práctica habitual.
Dada la situación de marasmo en la que nos econtrábamos -saturados y bombardeados con mensajes a todas horas- era muy probable que no te llegaras enterar; y, solo varios meses después, punteando el extracto bancario, tiraras del hilo y descubrieras que te habían dado de alta en un servicio. Lo que viene detrás ya se sabe: ponte a correr para darlo de baja y recuperar lo pagado. Y, si actúas a la bravas y devuelves los recibos, zas, te meten en un fichero de morosos.
Otra estafa que he conocido ha sido la de la compra de terminales «IPhone 11» en Vodafone, cargo y compra no autorizados por la titular del contrato. Alguien tiene el terminal en su poder, pero el precio se lo están cargando en otra cuenta. Como son pellizcos que se camuflan en la factura mensual, pueden pasar inadvertidos.
Esta semana también me han contado una historia de pedidos de mascarillas sin servir, pedidos que, por supuesto, se pagaron por adelantado y encima, luego resulta que el material «no es apto para su uso médico». ¿Qué clase de mascarillas van a mandar si es que las mandan algún día? ¿De esas para pintar la reja del jardín?
La última -por hoy- es la de una factura que le reclaman a un asegurado, emitida por más de trescientos euros por una inexistente reparación de una secadora, en cuyo parte de asistencia el «mañoso» pone fotos que son… de otra casa.
Así que, atentos; que lo mejor es prevenir.
Porque si tenemos que pedir amparo a la Justicia vamos apañados: el Ministerio ha anunciado a jueces y fiscales que el objetivo del Ejecutivo es que en la Administración de Justicia se recupere la normalidad en el mes de ¡septiembre!
Hasta entonces, recomienda «no cargar en exceso las agendas de señalamientos».
Madre-del-Amor-Hermoso.
Esto es por si alguien dudaba de si en agosto se iba a trabajar o no.
Si no pasa nada, se aprueba hoy la última prórroga del estado de alarma, la de este tiempo suspendido que toca a su fin; el Gobierno ha fijado el día 1 de junio, para reanudar los plazos administrativos, y el 4 de ese mes, para los procesales.
Es la hora de ir haciendo balance.
En mi caso, contabilizo nada menos que veintidós juicios suspendidos y eso que, por medio, tuvimos dos semanas de «vacaciones». A ello únele los nuevos asuntos que han entrado.
Tocará apretarse en el futuro.
Por si acaso, como en el cuento del leñador, aquí seguimos afilando el hacha.
Ese es el ruido de fondo que se oye detrás de la puerta de mi despacho: zas, zas, zas… el del mantenimiento de herramientas (gestión de la calidad, renovación de la marca, las «cosas» informáticas).
Calafatear el barco y coser las velas no son tareas tan vistosas como la de orzar en mar abierto; pero lo uno no se entiende sin lo otro.
Día gris, anodino. Pero necesario.
Y con un ojo puesto en el cocodrilo de Hacienda.
Como pasa después de un tsunami, como sucedió después del huracán «Katrina», los tendremos rondando entre nosotros, a la caza de incautos.
El chiste es viejo, pero está más de moda que nunca. Por aquello de los tele-deberes, claro.
-Papá, ¿dónde están los Pirineos?
-Mmmm… eso pregúntaselo a tu madre que es la que guarda las cosas.
Cuando éramos críos nuestra madre era una especie de «Wikipedia con patas»; eso y, además, cocinera, estilista, enfermera, economista, experta en logística y almacenaje…
Fueron las madres las precursoras del «personal trainer», pues ellas son las primeras que te enseñaron a correr (a base de zapatillazos, por supuesto).
Una vez me regalaron un cobertor (¿se dice así?) para la cama, muy chulo, de color marrón que, además de decorar, me calienta las piernas en invierno.
Yo le llamo «la piel del león». Porque eso parece. Algunas veces me arrebujo con él y me siento un poco, cómo lo diría, ¿cavernícola?
Me lo compraron en una tienda de estas que llaman «Natura».
En la etiqueta ponía que se lavaba a no-sé-cuántos grados, con detergente no-se-cual y, esto es literal, lo juro, terminaba con esta indicación: «Si tienes dudas, mejor se lo preguntas a tu madre». O algo parecido. «Namasté, baby» y se quedaron tan panchos.
Hablo de memoria porque, después del primer lavado, se perdió la etiqueta.
En este tiempo «suspendidito» (en diminutivo porque estamos ya de romería…, digo, en Fase I), aparte de darme por escribir estas boludeces -como dicen allá en Ultramar-, he estado entretenido con mis plantas.
Creo que se nota: me he resignado ya a bajar al trastero ese trolley «con medida especial para cabina de avión» que siempre he tenido preparado para salir corriendo (mejor, volando) a la más mínima ocasión. La verdad es que ya no soporto los ojitos que me pone para que lo saque de paseo; pero cualquiera le dice que lo de viajar se ha acabado por una buena temporada.
Que ahora toca introspección, mirarse hacia adentro. Y tener el «roalico» donde nos hemos confinado lo más decente -y confortable- posible.
No veas cómo se están forrando los bricobazares, los de los viveros y los de las piscinas portátiles. Cuando una crisis menea de esa manera los cimientos de todo, en la mesa de juego no solo hay perdedores.
El caso es que ahora le pregunto a mi madre que me aconseje sobre el riego, sobre el abono y hasta dónde situar cada planta; por los cuidados -en definitiva- de mis nuevas amigas, a lo que ella me responde:
-Míralo en internet y no me enredes, hijo, que estoy con el «apalabrados».
-Vale -asiento.
-Ah, y cuando escribas en el blog pon «sustrato», que queda mejor sin la «b».
-De acuerdo, profe.
Y allá que la dejo tranquila, con su tablet, su e-book y sus cosicas digitales.
Empezamos fuerte la semana, con varias llamadas y urgencias de primera hora, todo en plan «qué hay de lo mío» y así. Lo normal.
Como novedad, consignar aquí que ya tenemos una alfombra preparada en la puerta para desinfectar lo que se pueda a base de lejía rebajada con agua. Ya veremos lo que dura el invento.
Por si acaso, no atendemos presencial si no es con cita previa. Más o menos como en las peluquerías.
En las gasolineras, en cambio, no es preciso concertarlas. Pero también han puesto sus normas.
Ahora resulta que la mayoría de los negocios se parecen a las terminales de los aeropuertos. Mejor ir con tiempo de sobra, como si fueras a facturar. Porque la cola no te la quita nadie. Cola para entrar, cola para pagar…
Debe ser la primera vez en mi vida que le echo gasóil al coche y todavía me devuelven dinero. No es que me haya salido gratis, no. Resulta que con la nueva regulación hay que pagar antes de suministrarse, al menos a la que yo voy; aunque sean las 09:30 de la mañana. Además, tienes que guardar cola, entrar con guantes, mascarilla, las manos lavadas con el hidroalcohol y le pagas. Toma, cincuenta «napos». Y te suministras tú mismo.
Ayer se me había encendido la reserva, después de ¡dos meses! y tocaba repostaje. Llenar el depósito nunca me ha costado menos de sesenta euros. Son quince años sin cambiar de vehículo, así que -pensaba yo- con cincuenta iría bien.
El caso es que como el litro está por menos de noventa céntimos de euro (¡quién lo iba a decir!), todavía me han sobrado cuatro eurillos. Para no andar con monedas de ida y vuelta, me los he reembolsado en chicles. Que nunca vienen mal.
No tardará en subir otra vez -el crudo, no los chicles- y todo será un espejismo. Pero mientras ello llega, hay que ver qué gustazo.
Leo en prensa que al menos el 70% de los autónomos ya estamos activos. Y aquello de que los productores de petróleo «pagaban» para que te lo llevaras creo que quedará en el recuerdo. De hecho, el precio en origen vuelve a máximos de hace dos meses.
Y hablando de repostajes, el Gobierno de España quiere que le prorroguen el estado de alarma treinta días, o más. Ello a pesar de que hoy contamos la cifra más baja de fallecidos por día.
Así no tiene que pasar por el Congreso a «repostar» hasta dentro de, por lo menos, un mes. Que debe ser un engorro tener que estar pidiendo permiso, ¿no?
A lo mejor eso explica por qué me encontré ayer los apuntes de Derecho Constitucional tirados por la calle.
Ay, y yo que me puse romántico, pensando que era cosa de la luna…
Hoy es de esos días en los que piensas que a lo mejor es conveniente no escribir nada. Que te conoces. Y te calientas el morro enseguida. Que luego puedes arrepentirte de lo que digas.
A ver. Se supone que a la Fase I de desescalada llegamos con una serie de limitaciones y prohibiciones. Que solo se abría un poco la mano. Pero, por lo que se ha visto en televisión, sobre todo de Murcia -mi Región- bien parecía el primer día de vacaciones de verano.
He visto reporteros micro en mano retransmitiendo lo bien que está en la playa y que incluso han abierto los chiringuitos. Era un canal nacional y lo hacía desde San Javier. Luego nos quejaremos de si nos invaden los madrileños.
También he visto la Plaza de las Flores (Murcia, centro ciudad) con las terrazas llenas. Y se me ha despejado la primera duda que tenía: como era de esperar, la gente se quita la mascarita para beberse la caña y tomarse la marinera, ¡pero luego no se la vuelven a poner!
Era curiosa la estampa: la locutora con guantes, a varios metros de distancia. El camarero con mascarilla, también a distancia, desinfectando… En la mesa, sin embargo, había cuatro comensales sentados, desde luego sin respetar los dos metros de distancia. Que todos sabemos cómo es el tamaño de las mesitas de las terrazas.
He visto gente chocando los tercios de cerveza brindando…
Y, por no centrarme solo en los bares, se han compartido imágenes autobuses y aviones repletos de pasajeros en los que no se respeta la distancia social.
¿Cómo se compatibiliza ese hecho con que en mi ascensor me digan que la botonera se toca con las llaves y que luego las desinfecte?
¿Me he perdido algún paso este fin de semana? ¿Es que se ha ido el bicho y no me he enterado?
Que la gente estaba muy necesitada de socializar y alternar es un hecho indiscutible. Pero también que la Fase I se puso en lunes y no en viernes; que eso sería por algo y para algo. Que permitir determinadas actividades no es obligar a hacerlas.
Como ha compartido un buen amigo en redes sociales, España es el primer país que abre los bares antes que lo colegios. Si yo mandara y si lo que me preocupara fuera reactivar la economía cuanto antes, lo primero que haría es pensar en la conciliación laboral. Pero todo en la vida es cuestión de prioridades.
También estoy leyendo que las navieras están cancelando todos los cruceros de este verano; o que en Alemania, en Corea del Sur y en la mismísima China hay rebrotes.
Soy de las personas que se incorporaron «tarde» a las redes sociales. No me abrí un perfil en Facebook (ni el Linkedin, ni en la del pajarito azul…) hasta que pensé que podría ser útil para mi profesión. Bueno, por eso y porque era la única manera de estar al día en conciertos y demás saraos que se organizan en Murcia, mi ciudad…
Por ignorante cometí un primer error, que fue el de mezclar lo personal con lo profesional. Afortunadamente, rectifiqué pronto siguiendo el consejo de un compañero que, además de buena gente, está muy bien enterado de estas cosas y me dijo: «Si vas a estar aquí, o estás bien, o mejor que no estés».
Así que abrí un perfil (una página) para el despacho (Dualis) y otro para mi persona, donde puedo decir las sandeces que se me ocurran, eso sí, con la férrea censura de la «mamma», a la que tengo siempre ahí (y que me dure) con el rodillo de amasar preparado para hacerme entrar en razón.
Cuento esto porque no he estudiado el manual de cómo se usa Facebook, así que he ido aprendiendo sus reglas y entresijos por el método de escuchar a los que saben e investigar por mi cuenta. Y hete aquí que un día descubrí la función «pausar publicaciones». Lo puedes hacer por treinta días y es mano de santo. Cuando alguno se ponga faltón, cansino o repetitivo, zas, le «pausas» y listo. Bendito silencio.
De esa manera puedes «echar un vale», como decimos en mi tierra, hacer un «kit kat» y tomarte un descanso. Eso antes de borrar o bloquear, que es más drástico y no todo el mundo se lo toma igual de bien.
Con el tiempo he conseguido «pintarme» un muro de mensajes amables (la mayoría), con ventanas a paisajes increíbles, repleto músicas y relatos inspiradores y, en definitiva, moldear un «mundo» a imagen y semejanza de mi persona, adaptado a mi alma, y no al revés.
Lo de hacer pausas no es nada nuevo. Por supuesto que está la que hizo el Dios Creador, que según el Génesis descansó al séptimo día. Pero sin remontarme tan lejos en el tiempo, siempre me ha llamado la atención cómo en muchas obras de teatro se hace un descanso a la mitad. A veces lo estás pasando tan bien y estás tan metido en la trama que te causa un poco de estupor, como si despertaras -de pronto- de un sueño placentero. Pero es algo institucionalizado y asumido. Y no siempre se puede llevar el cuentavueltas emocional al máximo de revoluciones.
Lo del café pausa lo tienes, también, en congresos y eventos. Sirve para hacer networking (perdón por el «palabro») o, cuando menos, intercambiar impresiones con los colegas, asimilar conceptos o fijarte en detalles que podrían haber pasado inadvertidos.
Pero también es importante en el ocio y el disfrute.
Recuerdo que Andrea, mi guía en Praga (la mejor que he tenido hasta ahora, dicho queda, y por eso la cito por su nombre) lo tenía todo milimetrado con esa precisión y profesionalidad tan… centroeuropeas (dejémoslo ahí). Tanto, que se pillaba unos berrinches tremendos cuando los dos primeros días de viaje, sobre las diez y media, le dijimos que teníamos que hacer una pausa para tomar un café. No lo entendía, se ofendía y se lo tomaba como algo personal. Decía que el tiempo del café era tiempo perdido y que luego, a lo peor, no llegaríamos a tiempo para entrar a este o aquel museo. Hasta que al final le hicimos saber que tan importante era ver cosas como pararse y asimilar. Y también que el cliente manda y que éramos mayoría, qué demonios. Como diría el Sargento de Hierro, una vez más funcionó la democracia.
A la tercera mañana -a la fuerza ahorcan- Andrea nos había preparado una pausa café en la azotea de una cafetería (o restaurante, no lo recuerdo bien) que hay en la Plaza de la Ciudad Vieja, justo enfrente del Reloj Astronómico. La pausa estaba programada, lo que satisfacía su profesionalidad, y nosotros estábamos encantados con echar nuestro vale.
Complacidos, subimos las escaleras y nos acomodamos en la mesa que nos había reservado, que precisamente era la que estaba mirando al reloj. Mientras sorbía su café, Andrea sonreía sibilinamente y nos miraba uno a uno para asegurarse de que comprendíamos que el tiempo pasa inexorable y que en la vida hay que ser conscientes de que tomar unas opciones siempre conlleva descartar otras.
Por algo he dicho antes que Andrea siempre me ha parecido la mejor guía del mundo.
A primera hora arranco el motor y en el salpicadero de mi coche no se me enciende la luz que semanas atrás me avisaba de un problema con el colector de gases. ¿Es posible que con la atmósfera más limpia se haya purgado la carbonilla?
Esa señal -o mejor dicho, su ausencia- me arranca la primera sonrisa del día. A veces, solo a veces, es mejor dejar que las cosas se arreglen por sí solas. En otras ocasiones, en cambio, puede resultar catastrófico.
Al salir del trabajo observo que han aprovechado la mañana para repintar las señales de la avenida. Después de tanto tiempo las veo de otra manera. Las flechas que indican el sentido de la marcha también ordenan la vuelta a casa. Nada de aperitivos. Nada de tapeos.
Hoy es otro viernes que no es viernes. Es la dictadura del tiempo suspendido.
Pero son señales que pueden interpretarse, también, como de esperanza: «Están engalanando las calles -me digo- para cuando podamos desfilar, triunfales, por ellas». Ya queda menos.
Del otro lado de la frontera, en otras latitutes, me contaron que el camino de ida y vuelta a casa se transita de otra manera. Nada de avenidas rectas. Allá se conduce abrazado a la línea de la costa, con la mirada fija en los destellos de los faros. Han sido muchos días soportando sus guiños, semanas resistiendo sus señales. Demasiadas.
De Ultramar me llegan noticias de que algunos dirigentes supieron dar la orden de confinamiento a tiempo. Otros, en cambio, han dejado el cuerpo muerto y la población paga las consecuencias. Son noticias que me suenan a crónica de otros tiempos.
Como por ejemplo, las de la Orquesta Romántica Milonguera. Recuerdo que una vez me dijeron lo importante que son las marcas en los tangos. Incluso antes de que saques a nadie a bailar. Basta con una simple mirada, con un leve gesto en la barbilla. Aprende pronto el ritual, te avisan. Atento a las señales. Cuidado con a quien señales.
Y cuidado, también, con lo que te encuentras cuando buscas señales.
Heródoto nos cuenta que una vez el oráculo de Apolo, en Delfos, le dijo a Creso: «Si cruzas el río Halys, un gran ejército será destruido». Este rey creyó que era un anuncio de victoria, la suya. Pero lo cierto y verdad es que fue derrotado por Ciro, y el ejército que fue destruido fue el suyo.
En España se habla ahora de que en febrero había indicios de enfermos contaminados con el bichito que pasaron inadvertidos por no haber aplicado los protocolos. Que se trataron como gripes corrientes. Y que no hubo un solo foco de infección, sino varios.
Las señales son objetivas, neutras. La vida te las plantó ahí para que las vieras a la ida, sí, pero sobre todo a la vuelta, cuando llega el momento del conocimiento retrospectivo.
No tienen ideología, ni género; tampoco sentimientos ni remordimientos.
Después de veintiún días hoy he tenido curiosidad por conocer el significado del término «COVID-19»: resulta que es el acrónimo de «coronavirus disease 2019».
Que tenga una fecha (2019) no augura nada bueno. Me acuerdo, una vez más, de las novelas de David Peace y su llamada «tetralogía de Yorkshire», compuesta por cuatro novelas negras sobre asesinatos en serie identificadas -cada una de ellas- con un año: «1974″, «1977», «1980» y «1983″.
Pero todos los asesinos en serie, como el coronavirus, suelen tener enfrente héroes que les hacen cara. En otro caso, no habría relato ni historia. Aunque no siempre los héroes salen bien parados. Como en las novelas de Peace.
A medida en que se estira este tiempo suspendido vamos conociendo profesiones que para nosotros eran desconocidas y que parecen, más bien, ideadas por algún guionista de Hollywood. Como la de Carlos Zambrana, «cazador de virus» boliviano, que advierte:
“A medida que la población crece, avanza la frontera agrícola y viajamos más, los brotes serán más comunes».
Y lo explica porque existen virus «dormidos» en zonas forestales vírgenes del planeta. Entonces solo es cuestión de tiempo, concluyo, que aparezcan nuevas «diseases». ¿Covid-20, Covid-21…?
En cuanto a nuestro confinamiento se refiere, esta mañana se ha prorrogado el estado de alarma; de manera que vamos por la tercera entrega de este serial. Desde aquí apuesto a que habrá una cuarta entrega. Como mínimo.
En el Boletín Oficial del Estado, el Gran Hermano se quita la careta y, ya sin disimulo, permite el espionaje de nuestros móviles. «Para controlar al confinamiento», se justifican. Idiota o conspiranoico, recuerdo que poco antes de la crisis ya hubo un ensayo general para esto. «Para estudiar los desplazamientos y la movilidad laboral», nos dijeron. Por supuesto, «queda garantizada la protección de los datos de carácter personal». Qué tranquilo me quedo, oye.
Ganas me dan de bajar a la parada del tranvía y esconder debajo del asiento mi penúltimo móvil, si es que aún funciona (no es un Nokia, vaya) y si tuviera batería suficiente. Para que me estén «geolocalizando» un día entero: de las universidades a los centros comerciales; de los centros comerciales, a las universidades. Y así en un bucle infinito, en un movimiento perpetuo; hasta que finalice el servicio. A ver qué dice de mí el superordenador dentro de una semana.
Pronto desecho la idea y me tumbo en mi hamaca, a leer al sol.
Hoy es sábado y «el despacho» está cerrado. Para este momento me había reservado algunos cuentos de Borges y otros tantos de Cheever (autor de «El nadador»), que me tiene enganchadísimo y con el que he establecido una curiosa conexión: para mí, leer a John Cheever (1912-1982) es como «escuchar» lo que te narran algunos cuadros de Edward Hopper (1882-1967). Y al revés. Porque detrás de esos personajes solitarios, a veces meditabundos a veces desolados, detrás hay muchas historias como las que relata Cheever.
Me imagino cómo tienen que estar en algunos hogares después de tantos días de confinamiento. En el cuento «La Quimera», Cheever relata cómo el esposo le preparara cuidadosamente el desayuno a su «contraria» y ésta, sin embargo, se queja hecha un mar de lágrimas:
-«No puedo aguantar por más tiempo que me sirva el desayuno en la cama un hombre peludo en calzoncillos».
El desconcierto de nuestro héroe es total: «hago lo que tengo que hacer, como todo el mundo; y una de las cosas que han tocado en suerte es servir el desayuno en la cama a mi mujer. Trato de prepararle un excelente desayuno, porque a veces el detalle mejora su carácter, por lo general horrible».
Disciplina es hacer «todo lo que se tiene que hacer». ¿Estamos preparados para tomarnos en serio el confiamiento?
Byun-Chul Han, el autor -entre otras obras- de «La sociedad del cansancio», advierte que con la pandemia podemos regresar a una suerte de «sociedad disciplinaria»; que los asiáticos están venciendo al virus con un rigor y una disciplina inimaginables para los occidentales.
Han no es ningún idiota. Suya es la frase de que «el paradigma inmunológico es incompatible con el proceso de globalización». Ninguna sociedad abierta, por tanto, está libre de volver a recaer en la pandemia. Pero establecer un sistema de sociedades cerradas es totalmente incompatible con el mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora.
A Fernando Simón, el que nos daba el parte diario antes de caer enfermo él mismo, le pasa lo mismo que al especialista bolivinano que he aludido antes, que tiene una profesión hasta ahora desconocida para el público en general (epidemiólogo). Simón recomienda cambiar los hábitos mediterráneos por los de los japoneses. No es broma. El gobierno va a recomendar el uso generalizado de la mascarilla para salir a la calle, incluso para cuando se levanten las actuales restricciones.
¿Quiere decir -entonces- que a la salida nos esperan disciplina y cultura japonesas?
Mi consuelo es que, sin renunciar nunca a mis raíces mediterráneas, algo tengo adelantado. Porque me encantan los haikus y los cerezos en flor, que los mismos chiflados que se pirran por las máquinas expendedoras de bragas usadas hacen que sus hijos limpien sus propios colegios; y, por supuesto, los relatos de Yasutaka Tsutsui (más que Murakami, lo siento).
Y por lo visto, porque soy «frío, ordenado y disciplinado». Al menos eso me dijo una vez mi hija.
Jamás me ofendí por sus palabras que, más bien, me tomé como un cumplido.
Porque cuando me dijo «frío» ambos sabíamos a qué se refería; porque el afecto no siempre ha de ser expresado de un modo «kinésico».
Y porque estoy seguro de que mi hija piensa como yo, aunque no lo diga. Que el sushi es una delicia y
como me vuelvas a tocar el puto brazo mientras me hablas, te mato
En algunas cosas, quizá, la futura distancia social no llegue a ser tan negativa como imaginamos.
CODA: Cada cual tiene su preferida de Luis Eduardo Aute, fallecido hoy a la edad de 76 años por el dichoso coronavirus. Hoy termino mi entrada antes de la hora habitual, porque pretendo homenajearle viendo un buen clásico del cine.
Pido perdón Por confundir el cine con la realidad.
Cine, cine, cine, Más cine por favor, Que todo en la vida es cine Y los sueños, Cine son.