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Los buenos comunicadores, como las leyendas del rock, siempre te recomiendan tener material para varias presentaciones.
Por supuesto, añaden, no se trata de “embutir” todo el contenido en una sesión –craso error-, sino de comparecer ante al auditorio bien sobrado, por aquello del “poyaque” y el “porsiaca”.
Eso me recuerda una anécdota de juventud, sucedida allá por mi último año de secundaria.
Gracias a la mediación de un profesor nos cedieron una hora en la radio, para hacer un programa sobre lo que quisiéramos.
Por aquel entonces me presentaba voluntario a todo lo que no fuera clavar codos, así que no desaproveché la ocasión.
El primero de los programas fue un pequeño desastre: organizamos un “coloquio” sobre la reforma de la enseñanza (sí, como ahora, es un tema eterno…), sin guión, ni orden ni concierto; el resultado fue una cháchara de pollos descabezados que, al menos, nos sirvió para asimilar la primera lección de todo aprendizaje: cómo-no-se-tienen-que-hacer-las-cosas.
Allí conocimos a un chaval, universitario él, que tenía su hora y la dedicaba a pinchar música italiana.
Con su ejemplo, los consejos de los profesionales y mucha ilusión, cambiamos el paso y para la semana siguiente preparamos un guión; íbamos a pinchar música, la que nos gustaba, con unas entradillas para cada tema.
El día al que se refiere esta anécdota nos dio por los “Beatles” y allá que fuimos con todo preparado: los vinilos, ordenados en sus fundas, los guiones con su pautas… Ni qué decir tiene que los “compis” estaban atentos a lo que esa noche se iba a pinchar.
Llegó el momento y sucedió que el chaval universitario, por lo que fuera, no compareció a su hora; así que el técnico nos dijo que ocupáramos su lugar. Eso suponía entrar una hora antes de lo previsto.
Para mis adentros imaginaba que no nos iba a escuchar nadie (“todo el mundo” sabía que empezábamos después, de manera que estarían en otras cosas), pero un “profesional” es un profesional y no nos podíamos negar.
El caso es que, terminando nuestro programa, el técnico nos dijo que el universitario no iba a venir, así que podíamos ocupar su espacio.
-¿Con qué? –le replicamos.
–Improvisad…
Como lo de los coloquios no era lo nuestro, antes de que terminara la última canción de nuestro programa decidimos ir preparando el texto de la siguiente. Llevábamos casi toda la discografía de los “Beatles”, así que había para elegir. Además, me había leído y releído su biografía, me sabía muchas letras de memoria y hasta me atrevía a arrancarme con la guitarra, si hubiera hecho falta.
Afortunadamente -para todos- no hizo falta. Tan solo había que pinchar discos.
A lo mejor ahora parece una tontería pero, en ese momento, pinchar de forma improvisada, sin ton ni son y en la radio, nos pareció subir una montaña: no podíamos volver a ponernos en evidencia; además, éramos conscientes de que un segundo de silencio en la radio dura una eternidad, así que tocaba actuar más que pensar.
Nos pusimos manos a la obra: en el tiempo que duraba una canción decidíamos -de forma “asamblearia”- la siguiente y escribíamos un texto de entradilla, texto que leía uno de nosotros. Pichábamos y nos poníamos con la siguiente.
Mini-debate, redacción de entradilla, pinchar… Así, hasta completar la segunda hora.
Ese día tuve la sensación de jugar a los platos chinos, sensación que he vuelto a recuperar gracias a mi trabajo actual.
El caso es que, a la mañana siguiente, estaba el primero para entrar a clase (nunca había madrugado tanto para ir al Instituto) y esperé ansioso las críticas de los compañeros que, por supuesto, no sabían lo que había pasado y solo escucharon la parte improvisada.
Han transcurrido más de 25 años y todavía recuerdo cómo se nos dijo que “el programa había estado bien, las canciones muy bien elegidas y que, por poner una pega, lo único que se notaba era cierta rigidez a la hora de seguir el guión (sic), como que estaba todo muy… preparado”.