
En una sala decadente de provincias asistes a un historia crepuscular de otro cine, acaso igual de decadente.
Es una historia de los ochenta (como cuando fuiste por primera vez al cine), contada por el cine y desde el cine. Pero esta vez, intuyes, no vas a reír -ni llorar- como con “Cinema Paradiso”.
Igual no has elegido bien, después de una semana tan complicada.
Soledad. Silencio. Esquizofrenia.
Resulta que el amor es mejor droga que el litio. Pero los bajones son peores.
Fin.
A veces, cuando un espectáculo te engancha, te gustaría romper “la cuarta pared”, pero atravesándola a la inversa, esto es, desde la realidad a la ficción. Un viaje de fin de semana. Una escapada sin reglas ni guión. Un “no recuerdo por qué me marché huyendo”, como dice uno de los personajes.
Por eso apuras los títulos de crédito, como casi siempre, para apuntar localizaciones y murmuras: “quién sabe”.
Encienden las luces.
Apenas hay palomitas que barrer, porque los espectadores de la última sesión cabían en una monovolumen.
Te rodean sillones vacíos y promesas de próximos estrenos. «Nos vemos en junio, Dr. Jones».
Vuelta a la realidad. A la moqueta. A la máquina de palomitas. A la luz artificial. A todo lo que hace que sigas en el mismo cine decadente de la película.
Avanzas despacio por el pasillo; esperas encontrarte con dos gemelas vestidas de azul y a un niño pedaleando en un triciclo.
Ni eso.
En su lugar, ya en la calle, una cola de nativos digitales esperando a entrar en el local de moda. El mismo al que ibas en los ochenta. Solo que se llamaba de otra forma.
Sabes que en el universo de los ceros y los unos ya no cuentan los fotogramas por segundo.
El cine ha muerto (¿desde cuándo?).
¿Y tú?
Larga vida al cine.