Etiquetas
Y así llegó el día dieciocho de nuestro encierro; ese en el que nos hicimos mayores de edad y «nos graduamos en confinamiento».
Sabina se pregunta que «quién le ha robado el mes de abril»; pero, lamentos al margen, el tiempo suspendido es tiempo también para ganar otras cosas: aprendizaje y autoconocimiento. Para crear nuevos hábitos y asimilar lecciones.
De recordar, por ejemplo, que ese olor que tanto nos gusta cuando llueve se llama «petricor». Escribo con las ventanas abiertas. Llueve desde hace un buen rato y el viento mueve las cortinas, mientras me dejo arrullar por una selección de grandes mujeres del jazz. Por si fuera poco, esta noche he decidido darme otro capricho. He estrenado la «Moroccan Red Cinnamom», un velón de dos mechas que me había reservado para una ocasión especial.
Ángeles González-Sinde publica hoy en El País un artículo en el que cuenta que está bien en su confinamiento y añade: «No soy la única. Casi desde los primeros días, algunos amigos fueron confesándome, en estricta confidencialidad y creyendo ser la/el único, el/la rara, que son felices como hacía tiempo. Lo reconocían avergonzados por sacar partido a una situación que en verdad es una catástrofe. Y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida llevábamos antes para que estemos felices ahora? ¿Estamos contentos porque nos hemos acompasado a un ritmo más acorde con nuestra biología».
Lo comparto casi con alivio. Porque me estaba entrando complejo de ser un asocial. Yuval Harari (autor de «Sapiens» y «Homo Deus») decía que somos los tataranietos de los más hijos de puta de la tribu; porque los genes que han ido sobreviviendo generación tras generación son los que portaban los que robaban comida en la cueva mientras los demás monitos se calentaban al fuego de la hoguera. Esos son los que sobrevivieron, porque estaban bien alimentados.
Pero no. No creo que tenga que sentirme culpable por sentirme bien. ¿Ayudaría a alguien pensar o decir lo contrario? Mi alimento precisamente no es el que guardo en la nevera, me justifico. Y además no le privo a nadie del suyo.
La respuesta me llega esta tarde, a través de un texto leído por la actriz María Esteve. Se trata de un fragmento de «El Libro Rojo» de C.G. Jung que, en sí mismo, es un manual para el confinamiento. Narra así la experiencia de sufrir una cuarentena en un barco: «En vez de pensar en todo lo que no podía hacer, pensaba en lo que habría hecho una vez hubiera bajado a tierra. Adquirí una serie de costumbres nuevas (…)». Y concluye: «Aquel año me privaron de la primavera y de muchas cosas más; pero yo había habia florecido igualmente, me había llevado la primavera dentro y nadie, nunca más, habría podido quitármela».
He hecho bien en encender el velón.
Porque celebrar la vida también es haber tenido las respuestas antes de terminar de plantearte las preguntas.