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“¿Qué diferencia hay entre estar conectados y estar unidos y por qué no nos hemos sentido nunca tan solos en la historia del ser humano? ¿Es esta la época de la infinita conexión y de la perpetua interrupción?»
(Andrea Marcolongo – “La medida de los héroes”)
Ayer, por fin, cayó mi regalo de santo, un paquetito con unos cuantos «papiros» de esos que llegan vía Amazon y entre los que se encontraba «El Giro», de Stephen Greenblatt (Premio Pulitzer 2012), al que ya tenía echado el ojo desde hace tiempo.
Aunque no se trata de una novela, el texto te atrapa desde el primer párrafo:
«En el invierno de 1417, Poggio Bracciolini cruzó a lomos de su caballo los boscosos montes y valles del sur de Alemania rumbo a su remoto destino, un monasterio del que se decía que ocultaba antiguos manuscritos tras sus muros».
El ambiente y las descripciones recuerdan mucho a las de «El nombre de la rosa». El protagonista es un italiano del S. XV que, antes de que se inventara la imprenta, hizo carrera por algo que ahora se considera absolutamente irrelevante, pero que en su momento era muy valorado: Poggio Bracciolini poseía una caligrafía excelente, lo que le permitió llegar a ser secretario del papa.
Su profesión, al menos antes de que cayera en desgracia el pontífice para que el que prestaba servicio, era la de scriptor, esto es, escribiente de documentos oficiales de la burocracia papal. Dicho de otra forma, era el encargado de poner por escrito las palabras del papa, registrar sus decisiones supremas y llevar su amplísima correspondencia internacional, siempre en un latín sumamente elegante.
En aquella época, el Vaticano era una fábrica de bulos, además de bulas. En «El Giro» se cuenta que en un determinado aposento de la curia -que Poggio llamaba el Bugiale (el «Mentidero» o la «Fábrica de Mentiras»)- los secretarios papales se reunían para contarse unos a otros anécdotas y chistes, «charlas mendaces, maliciosas, calumniosas y, a menudo, obscenas» -señala Greenblatt.
Poggio, que además de buena caligrafía también tenía una excelente memoria, no se olvidaba de nada y, luego, en su pupitre, recopilaba las conversaciones en latín, anotándolas en lo que él llamaba «Facecias».
Todo esto esto sucedía seiscientos años antes de que se inventara «Cámera Café» y los rusos se dedicaran a infectar las redes sociales con «fakes news».
Pero la historia principal de «El Giro» no es esa.
Los italianos de aquella época estaban obsesionados por la «caza de libros», la búsqueda de obras perdidas de autores clásicos, entre las que se econtraba «De rerum natura», un poema filosófico de Tito Lucrecio, escrito en el siglo primero antes de Cristo, que Poggio rescató del olvido, copiándolo y regresando con él a Italia, donde -señala Greenblatt- fue una de las fuentes del giro cultural que supuso el Renacimiento.
Quizá esta historia pueda parecer banal, un simple entretenimiento de fin de semana o alternativo a Netflix, pero en el poema de Lucrecio se contienen una serie de ideas que tenemos más que asumidas en el pensamiento moderno.
La primera idea tiene que ver con que todo el mundo aspira a ser, simplemente, «feliz». ¿Acaso no nos deseamos entre nosotros «feliz cumpleaños», «feliz fin de semana» o, antes de acostarnos, que tengamos «felices sueños»?
Cuenta Greenblatt que Thomas Jefferson, presidente que fue de los Estados Unidos, poseyó por lo menos cinco ediciones de «De rerum natura», así como traducciones del poema al inglés, al italiano y al francés.
Así que no es de extrañar que en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se diga que la obligación del gobierno no es solo la de asegurar las vidas y las libertades de sus ciudadanos; también tiene que ayudarles «a la búsqueda de la felicidad».
La segunda idea tiene que ver con la teoría atomista, puesto que Lucrecio considera que el mundo está compuesto de partículas elementales de la materia que son «infinitas y eternas», algo que chocaba con la doctrina oficial de la Iglesia (que habla de un mundo «creado» de la nada) y que podría explicar por qué se le consideró, en su momento, un libro «peligroso».
Los humanos somos criaturas ciertamente curiosas. El texto de un poeta romano escrito en el siglo primero antes de Cristo, lo mismo le quitaba el sueño a los preservadores de la pureza de la fe, que se elevaba a rango constitucional en el acta fundacional de una república naciente allá, en Ultramar.
En el final de «Romeo y Julieta», Shakespeare, de quien sostiene Greenblatt que pudo tomar contacto con Lucrecio leyéndolo directamente en latín, o a través de los «Ensayos» de Montaigne, puso en boca de Julieta estas palabras (refiriéndose a su amado, claro está):
«Recórtalo en pequeñas estrellas,
y la faz del cielo será por él tan embellecida
que el mundo entero se enamorará de la noche».
Así que, gracias a Greenblatt pero, sobre todo a Lucrecio, ya sabemos por qué nos quedamos así, de «esa» manera, mirando un cielo estrellado.
En el fondo nos hace felices saber que somos parte de un todo interconectado, eterno e infinito.