CORONAVIRUS, DÍA SETENTA Y UNO

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“¿Qué diferencia hay entre estar conectados y estar unidos y por qué no nos hemos sentido nunca tan solos en la historia del ser humano? ¿Es esta la época de la infinita conexión y de la perpetua interrupción?»

(Andrea Marcolongo – “La medida de los héroes”)

 

Ayer, por fin, cayó mi regalo de santo, un paquetito con unos cuantos «papiros» de esos que llegan vía Amazon y entre los que se encontraba «El Giro», de Stephen Greenblatt (Premio Pulitzer 2012), al que ya tenía echado el ojo desde hace tiempo.

Aunque no se trata de una novela, el texto te atrapa desde el primer párrafo:

«En el invierno de 1417, Poggio Bracciolini cruzó a lomos de su caballo los boscosos montes y valles del sur de Alemania rumbo a su remoto destino, un monasterio del que se decía que ocultaba antiguos manuscritos tras sus muros».

El ambiente y las descripciones recuerdan mucho a las de «El nombre de la rosa». El protagonista es un italiano del S. XV que, antes de que se inventara la imprenta, hizo carrera por algo que ahora se considera absolutamente irrelevante, pero que en su momento era muy valorado: Poggio Bracciolini poseía una caligrafía excelente, lo que le permitió llegar a ser secretario del papa.

Su profesión, al menos antes de que cayera en desgracia el pontífice para que el que prestaba servicio, era la de scriptor, esto es, escribiente de documentos oficiales de la burocracia papal. Dicho de otra forma, era el encargado de poner por escrito las palabras del papa, registrar sus decisiones supremas y llevar su amplísima correspondencia internacional, siempre en un latín sumamente elegante.

En aquella época, el Vaticano era una fábrica de bulos, además de bulas. En «El Giro» se cuenta que en un determinado aposento de la curia -que Poggio llamaba el Bugiale (el «Mentidero» o la «Fábrica de Mentiras»)- los secretarios papales se reunían para contarse unos a otros anécdotas y chistes, «charlas mendaces, maliciosas, calumniosas y, a menudo, obscenas» -señala Greenblatt.

Poggio, que además de buena caligrafía también tenía una excelente memoria, no se olvidaba de nada y, luego, en su pupitre, recopilaba las conversaciones en latín, anotándolas en lo que él llamaba «Facecias».

Todo esto esto sucedía seiscientos años antes de que se inventara «Cámera Café» y los rusos se dedicaran a infectar las redes sociales con «fakes news».

Pero la historia principal de «El Giro» no es esa.

Los italianos de aquella época estaban obsesionados por la «caza de libros», la búsqueda de obras perdidas de autores clásicos, entre las que se econtraba «De rerum natura», un poema filosófico de Tito Lucrecio, escrito en el siglo primero antes de Cristo, que Poggio rescató del olvido, copiándolo y regresando con él a Italia, donde -señala Greenblatt- fue una de las fuentes del giro cultural que supuso el Renacimiento.

Quizá esta historia pueda parecer banal, un simple entretenimiento de fin de semana o alternativo a Netflix, pero en el poema de Lucrecio se contienen una serie de ideas que tenemos más que asumidas en el pensamiento moderno.

La primera idea tiene que ver con que todo el mundo aspira a ser, simplemente, «feliz». ¿Acaso no nos deseamos entre nosotros «feliz cumpleaños», «feliz fin de semana» o, antes de acostarnos, que tengamos «felices sueños»?

Cuenta Greenblatt que Thomas Jefferson, presidente que fue de los Estados Unidos, poseyó por lo menos cinco ediciones de «De rerum natura», así como traducciones del poema al inglés, al italiano y al francés.

Así que no es de extrañar que en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se diga que la obligación del gobierno no es solo la de asegurar las vidas y las libertades de sus ciudadanos; también tiene que ayudarles «a la búsqueda de la felicidad».

La segunda idea tiene que ver con la teoría atomista, puesto que Lucrecio considera que el mundo está compuesto de partículas elementales de la materia que son «infinitas y eternas», algo que chocaba con la doctrina oficial de la Iglesia (que habla de un mundo «creado» de la nada) y que podría explicar por qué se le consideró, en su momento, un libro «peligroso».

Los humanos somos criaturas ciertamente curiosas. El texto de un poeta romano escrito en el siglo primero antes de Cristo, lo mismo le quitaba el sueño a los preservadores de la pureza de la fe, que se elevaba a rango constitucional en el acta fundacional de una república naciente allá, en Ultramar.

En el final de «Romeo y Julieta», Shakespeare, de quien sostiene Greenblatt que pudo tomar contacto con Lucrecio leyéndolo directamente en latín, o a través de los «Ensayos» de Montaigne, puso en boca de Julieta estas palabras (refiriéndose a su amado, claro está):

«Recórtalo en pequeñas estrellas,

y la faz del cielo será por él tan embellecida

que el mundo entero se enamorará de la noche».

Así que, gracias a Greenblatt pero, sobre todo a Lucrecio, ya sabemos por qué nos quedamos así, de «esa» manera, mirando un cielo estrellado.

En el fondo nos hace felices saber que somos parte de un todo interconectado, eterno e infinito.

WADI RUM

 

CORONAVIRUS, DÍA SETENTA

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Cuando la he sacado del fondo del maletero todavia llevaba puesto el precio. Apenas la habré usado tres o cuatro veces. Como es de aluminio, no se oxida; y así sigue, impecable. Como el primer día.

La compré en un chino que hay a la salida de Cabo de Palos hace ya unos cuantos años. Era uno de esos días en los que sabes que todo saldrá bien porque no lo has planeado. Fue un día «de mucho» que antes fue «víspera de nada».

De todos los restaurantes que tienes para elegir en el paseo del puerto, el que más me gusta es «El Pez Rojo». Se come bien, a un precio razonable; y, aunque a veces van un poco de «sobraos», te aconsejo que pelees por una mesa al borde de la terraza, con vistas a la bocana del puerto.

A veces, en invierno, si alargas la sobremesa tienes el regalo de una puesta de sol espectacular. Y en temporada alta, el trasiego de embarcaciones es, en sí mismo, hipnotizante. Más que verlas llega un momento en que solo las intuyes, dibujado su contorno a contraluz; pues tal es el brillo del sol cuando rebota en el mar.

El caso es que ese día de plan improvisado compré una sombrilla para bajar a la playa. Y después de ese primer uso, ahí se quedó, en el maletero. Preparada para otros «por si» que, sin embargo, no llegaron.

Ha viajado luego por toda España, conmigo de aquí para allá, agazapada al fondo, sin quejarse. Sin estorbar.

Pero, aunque en Almería, en Málaga, en Asturias, en Cantabria o, incluso, en el pantano de Iznájar -en la Subbética- también hay playas, desde entonces, como he dicho, la habré usado dos o tres veces más. En La Torre de la Horadada. Y pare usted de contar.

Para la «nueva normalidad» se prevé que las playas estén parceladas, cuadriculadas, vigiladas con drones, con aforo limitado y entrada restringida, previa cita.

Creo que la espontaneidad esa del «aquí me paro, aquí me baño» se ha perdido, y para mucho tiempo, además.

Así que ya no tiene mucho sentido llevarla en el maletero. No habrá más «por si», al menos a corto y medio plazo.

Esta mañana compré un soporte para la sombrilla.

Desde esta mañana es la bandera que luce en mi terraza.

 

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CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y NUEVE

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«Pero el viajero que huye,
Tarde o temprano detiene su andar.
Y aunque el olvido que todo lo destruye,
Haya matado mi vieja ilusión,
Guarda escondida una esperanza humilde,
Que es toda la fortuna de mi corazón»

(CARLOS GARDEL – «Volver»)

 

A las seis y cuarto de la mañana todavía es de noche. Aún así, ya se oye el piar desenfrenado de los pájaros. Desde no se sabe dónde también se hace notar un gallo ¿Será su primer canto o acaso el tercero?

Ya vino el calor y se duerme con la ventana abierta.

¿Da tiempo para un café?

Es casi la hora de que pase el primer tranvía y espera una jornada intensa. Aún no sabes si llegarás a todo. Solo que tus hijos vienen a pasar el fin de semana contigo y que tienes que llenar el frigo.

Han pasado más de setenta días desde la última vez que estuvieron aquí. Setenta días o más que han pasado como un suspiro. Un simple soplo de vida, como dice el tango.

Apremia el trabajo.

-Te he llamado esta mañana, compañero, pero tenías el móvil desconectado. O fuera de cobertura.

-Sí, es posible. Tenía que entregar un encargo antes de la hora de comer y necesitaba silencio para concentrarme.

Silencio.

¿Qué evento había todas las tardes a las ocho? ¿Eran aplausos? ¿Dijimos a las ocho?

Me asomo al balcón. Se acabó.

Silencio.

Contrasta con la algarabía vespertina del parque. O la del paseo de la avenida.

Los de las «zapas» con el logo de la victoria corren por el asfalto para no cruzarse con ciclistas y mujeres con carrito. En las esquinas se hacen corros. También a la salida del tajo. Los observo en silencio.

En el súper concluyo que estamos aprendiendo a hablar con los ojos. Un leve parpadeo equivale a un asentimiento. Un gesto a la izquierda -o la derecha- a un «usted primero». Las viejas fómulas de cortesía, recicladas.

El orden lo imponen las cajeras y los guardas de seguridad: uso obligatorio de guantes; el ascensor de uno en uno; el carrito me lo pone usted de esta manera…

La nueva autoridad.

Ahora caigo que los soldados volvieron a sus cuarteles. Ya no se les ve en los cruces, ni en las rotondas.

Marcharon en silencio.

El mismo que rompes al encontrarte en el rellano.

-¿Cómo está tu padre, vecino?

-Falleció este domingo.

Silencio.

Silencio en las aulas. Silencio en las UCI. Silencio en los cementerios.

Como el de las máquinas del gimnasio. O el de la sala de baile del Zig Zag.

A las doce pasará el último tranvía.

Y todo quedará otra vez en silencio.

 

 

 

 

 

 

CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y OCHO

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Aparte del cocodrilo de Hacienda, en el tiempo suspendido he notado la proliferación de sabandijas varias, de esas que te pegan un pellizquito por aquí y otro por allá. Atento, pues; porque, si me despisto, me pueden dejar el bolsillo temblando.

En cuanto comenzó el confinamiento los carteristas se quedaron sin trabajo -como el Tío de la Avioneta- encerrados en casa, en un ERTE forzoso; y, aunque ahora salgan a la calle, lo de la llamada «distancia social» los señalaría como a una mosca en un vaso de leche.

Así que se ha debido de producir una suerte «reconversión delictual», en la que pasamos del «afanador» manual al cibernético.

Son acciones que se las puede tildar de tentativas de estafa y, si no estás espabilado, lisa y llanamente de eso, de estafas consumadas.

Las primeras coincidieron con el inicio del estado de alarma. Eran correos con «phising» de supuestas webs de bancos y otras más sofisticadas que se emboscaban bajo el emblema de la Inspección de Trabajo. Menos mal que recibí avisos serios que pude leer y atender a tiempo.

Después tuve otra tentativa de estafa que venía directamente desde Telefónica. Un día, en mitad del confinamiento, me avisaron por correo de que «ya tenía mi web activada». Error garrafal por parte del estafador, puesto que la mía la tengo activa desde hace más de diez años. Al final, después de varias llamadas, conseguimos dar de baja el servicio que desde luego no habíamos pedido. Al finalizar la incidencia me dieron el número de identificación del agente comercial que tramitó el pedido para que pudiera formular una queja, lo que me llevó a pensar que era una práctica habitual.

Dada la situación de marasmo en la que nos econtrábamos -saturados y bombardeados con mensajes a todas horas- era muy probable que no te llegaras enterar; y, solo varios meses después, punteando el extracto bancario, tiraras del hilo y descubrieras que te habían dado de alta en un servicio. Lo que viene detrás ya se sabe: ponte a correr para darlo de baja y recuperar lo pagado. Y, si actúas a la bravas y devuelves los recibos, zas, te meten en un fichero de morosos.

Otra estafa que he conocido ha sido la de la compra de terminales «IPhone 11» en Vodafone, cargo y compra no autorizados por la titular del contrato. Alguien tiene el terminal en su poder, pero el precio se lo están cargando en otra cuenta. Como son pellizcos que se camuflan en la factura mensual, pueden pasar inadvertidos.

Esta semana también me han contado una historia de pedidos de mascarillas sin servir, pedidos que, por supuesto, se pagaron por adelantado y encima, luego resulta que el material «no es apto para su uso médico». ¿Qué clase de mascarillas van a mandar si es que las mandan algún día? ¿De esas para pintar la reja del jardín?

La última -por hoy- es la de una factura que le reclaman a un asegurado, emitida por más de trescientos euros por una inexistente reparación de una secadora, en cuyo parte de asistencia el «mañoso» pone fotos que son… de otra casa.

Así que, atentos; que lo mejor es prevenir.

Porque si tenemos que pedir amparo a la Justicia vamos apañados: el Ministerio ha anunciado a jueces y fiscales que el objetivo del Ejecutivo es que en la Administración de Justicia se recupere la normalidad en el mes de ¡septiembre!

Hasta entonces, recomienda «no cargar en exceso las agendas de señalamientos».

Madre-del-Amor-Hermoso.

Esto es por si alguien dudaba de si en agosto se iba a trabajar o no.

Mientras tanto, los cacos haciendo de las suyas.

 

CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y SIETE

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Si no pasa nada, se aprueba hoy la última prórroga del estado de alarma, la de este tiempo suspendido que toca a su fin; el Gobierno ha fijado el día 1 de junio, para reanudar los plazos administrativos, y el 4 de ese mes, para los procesales.

Es la hora de ir haciendo balance.

En mi caso, contabilizo nada menos que veintidós juicios suspendidos y eso que, por medio, tuvimos dos semanas de «vacaciones». A ello únele los nuevos asuntos que han entrado.

Tocará apretarse en el futuro.

Por si acaso, como en el cuento del leñador, aquí seguimos afilando el hacha.

Ese es el ruido de fondo que se oye detrás de la puerta de mi despacho: zas, zas, zas… el del mantenimiento de herramientas (gestión de la calidad, renovación de la marca, las «cosas» informáticas).

Calafatear el barco y coser las velas no son tareas tan vistosas como la de orzar en mar abierto; pero lo uno no se entiende sin lo otro.

Día gris, anodino. Pero necesario.

Y con un ojo puesto en el cocodrilo de Hacienda.

Como pasa después de un tsunami, como sucedió después del huracán «Katrina», los tendremos rondando entre nosotros, a la caza de incautos.

Porque va a hacer falta dinero, mucho dinero.

 

 

CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y SEIS

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«Hawaii-Bombay
Son dos paraísos
Que a veces yo
Me monto en mi piso
Hawaii-Bombay
Son de lo que no hay
Hawaii-Bombay
Me meto en el baño
Le pongo sal
Me hago unos largos
Para nadar
Lo mejor es el mar
Al ponerme el bañador
Me pregunto
Cuando podré ir a Hawaii
Al untarme el bronceador
Me pregunto
Cuándo podre ir a Bombay»
(MECANO – «Hawaii-Bombay«)

 

 

El chiste es viejo, pero está más de moda que nunca. Por aquello de los tele-deberes, claro.

-Papá, ¿dónde están los Pirineos?

-Mmmm… eso pregúntaselo a tu madre que es la que guarda las cosas.

Cuando éramos críos nuestra madre era una especie de «Wikipedia con patas»; eso y, además, cocinera, estilista, enfermera, economista, experta en logística y almacenaje…

Fueron las madres las precursoras del «personal trainer», pues ellas son las primeras que te enseñaron a correr (a base de zapatillazos, por supuesto).

Una vez me regalaron un cobertor (¿se dice así?) para la cama, muy chulo, de color marrón que, además de decorar, me calienta las piernas en invierno.

Yo le llamo «la piel del león». Porque eso parece. Algunas veces me arrebujo con él y me siento un poco, cómo lo diría, ¿cavernícola?

Me lo compraron en una tienda de estas que llaman «Natura».

En la etiqueta ponía que se lavaba a no-sé-cuántos grados, con detergente no-se-cual y, esto es literal, lo juro, terminaba con esta indicación: «Si tienes dudas, mejor se lo preguntas a tu madre». O algo parecido. «Namasté, baby» y se quedaron tan panchos.

Hablo de memoria porque, después del primer lavado, se perdió la etiqueta.

En este tiempo «suspendidito» (en diminutivo porque estamos ya de romería…, digo, en Fase I), aparte de darme por escribir estas boludeces -como dicen allá en Ultramar-, he estado entretenido con mis plantas.

Creo que se nota: me he resignado ya a bajar al trastero ese trolley «con medida especial para cabina de avión» que siempre he tenido preparado para salir corriendo (mejor, volando) a la más mínima ocasión. La verdad es que ya no soporto los ojitos que me pone para que lo saque de paseo; pero cualquiera le dice que lo de viajar se ha acabado por una buena temporada.

Que ahora toca introspección, mirarse hacia adentro. Y tener el «roalico» donde nos hemos confinado lo más decente -y confortable- posible.

No veas cómo se están forrando los bricobazares, los de los viveros y los de las piscinas portátiles. Cuando una crisis menea de esa manera los cimientos de todo, en la mesa de juego no solo hay perdedores.

El caso es que ahora le pregunto a mi madre que me aconseje sobre el riego, sobre el abono y hasta dónde situar cada planta; por los cuidados -en definitiva- de mis nuevas amigas, a lo que ella me responde:

-Míralo en internet y no me enredes, hijo, que estoy con el «apalabrados».

-Vale -asiento.

-Ah, y cuando escribas en el blog pon «sustrato», que queda mejor sin la «b».

-De acuerdo, profe.

Y allá que la dejo tranquila, con su tablet, su e-book y sus cosicas digitales.

«Tiempos modernos», que diría Chaplin.

CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y CINCO

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Otro lunes, superlunes, pero menos.

Empezamos fuerte la semana, con varias llamadas y urgencias de primera hora, todo en plan «qué hay de lo mío» y así. Lo normal.

Como novedad, consignar aquí que ya tenemos una alfombra preparada en la puerta para desinfectar lo que se pueda a base de lejía rebajada con agua. Ya veremos lo que dura el invento.

Por si acaso, no atendemos presencial si no es con cita previa. Más o menos como en las peluquerías.

En las gasolineras, en cambio, no es preciso concertarlas. Pero también han puesto sus normas.

Ahora resulta que la mayoría de los negocios se parecen a las terminales de los aeropuertos. Mejor ir con tiempo de sobra, como si fueras a facturar. Porque la cola no te la quita nadie. Cola para entrar, cola para pagar…

Debe ser la primera vez en mi vida que le echo gasóil al coche y todavía me devuelven dinero. No es que me haya salido gratis, no. Resulta que con la nueva regulación hay que pagar antes de suministrarse, al menos a la que yo voy; aunque sean las 09:30 de la mañana. Además, tienes que guardar cola, entrar con guantes, mascarilla, las manos lavadas con el hidroalcohol y le pagas. Toma, cincuenta «napos». Y te suministras tú mismo.

Ayer se me había encendido la reserva, después de ¡dos meses! y tocaba repostaje. Llenar el depósito nunca me ha costado menos de sesenta euros. Son quince años sin cambiar de vehículo, así que -pensaba yo- con cincuenta iría bien.

El caso es que como el litro está por menos de noventa céntimos de euro (¡quién lo iba a decir!), todavía me han sobrado cuatro eurillos. Para no andar con monedas de ida y vuelta, me los he reembolsado en chicles. Que nunca vienen mal.

No tardará en subir otra vez -el crudo, no los chicles- y todo será un espejismo. Pero mientras ello llega, hay que ver qué gustazo.

Leo en prensa que al menos el 70% de los autónomos ya estamos activos. Y aquello de que los productores de petróleo «pagaban» para que te lo llevaras creo que quedará en el recuerdo. De hecho, el precio en origen vuelve a máximos de hace dos meses.

Y hablando de repostajes, el Gobierno de España quiere que le prorroguen el estado de alarma treinta días, o más. Ello a pesar de que hoy contamos la cifra más baja de fallecidos por día.

Así no tiene que pasar por el Congreso a «repostar» hasta dentro de, por lo menos, un mes. Que debe ser un engorro tener que estar pidiendo permiso, ¿no?

A lo mejor eso explica por qué me encontré ayer los apuntes de Derecho Constitucional tirados por la calle.

Ay, y yo que me puse romántico, pensando que era cosa de la luna…

 

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CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y CUATRO

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«Doing the garden, digging the weeds,
Who could ask for more.
Will you still need me, will you still feed me,
When i’m sixty-four»

(THE BEATLES – «When I’m Sixty Four»)

 

Después de sesenta y cuatro días de confinamiento, la diferencia entre ser padre y ser hijo es que, el día del reencuentro, resulta que ellos han llevado la cuenta de los que llevábamos sin vernos («nunca antes habíamos estado tanto tiempo separados»), mientras que tú -desalmado- les dices que, desde que volaste del nido, nunca habíamos estado hablando «todos» los días.

El caso es que ya tocaba verse, en directo, sin pantalitas. Y había muchas cosas que celebrar, aniversario de bodas (la suya, claro) incluido: no ha faltado el jamoncito ibérico y una paella de marisco de chuparse los dedos. Soy un chico fácil («espera-que-me-lo-pienso-sí») y me tienen tomado el punto.

Además del portátil para pasarle a la mamma unos cuantos libricos al e-book, en la mochila he llevado una botella de blanco elaborado con esa uva impronunciable que tanto nos gusta (gewürztraminer), vinito que compré el pasado miércoles en un sitio que llaman «enoteca».

Hoy por hoy tenéis el oficio más bonito del mundo: el de celebrar la vida -recuerdo que le dije a la dependienta.

-Nunca nadie nos había dicho eso antes -me replicó.

Pues ya estáis tardando en ponerlo en la puerta, junto al cartel donde se limita el aforo.

Así que, desconectados de todo, entre copas y charla, hemos pasado el domingo, otro domingo más sin «jurbo» y sin comentar el Festival de Eurovisión. ¿Alguien cayó en la cuenta de que anoche se celebraba en Holanda y que se había cancelado por el virus? Nos vamos a acostumbrar a vivir sin ciertas cosas que antes llenaban las portadas de la prensa dominical.

De regreso a casa me he topado otra vez con el surrealismo: en la calle donde viven mis padres había unos apuntes de Derecho Constitucional plantados en un bolardo, con una lata de cerveza encima y post-it rosa que, por supuesto, no se me ha ocurrido leer.

Anoche alguien dijo de quedar a repasar la asignatura y se le fue el oremus. O, a lo mejor, pensó que con el aprobado general, para qué clavar codos. Que, como dijo el poeta Omar Khayyam, es mejor sentarse a la luz de la luna y beber pensando en que «mañana quizá la luna te busque inútilmente».

Lo de disfrutar de la luna debieron tomárselo al pie de la letra anoche en el «One», un local de copas que hay cerca de mi casa que tuvo que ser desalojado por la Policía por aglomeración y no cumplir las normas.

No soy adivino y no sé si volveremos a «reconfinarnos» en casa. Por si acaso, he aprovechado el fin de semana para darle un impulso y mejorar mi terraza-puente de mando. Ha sido un ir y venir al vivero, a por sustrato, a por las jardineras, a por una yuca, un ficus y un draco… Me he traído una regadera amarilla, un farol de mimbre y hasta una maceta de hierbabuena. ¡Qué bien huele, por favor!

También me he traído una pequeña colección de cactus: tengo doce diferentes.

Estoy encantado con ellos. Ayer me dijeron que las pinchas no les crecieron para atacar a nadie. Que las tienen para defenderse. Y que, además, apenas necesitan cuidados. Cierto.

Además, son ejemplo perfecto de geometría fractal, lo que tiene un beneficio añadido: al fijarme en sus hojas, la belleza de sus formas me sirve para poner la mente en blanco.

Mientras pienso en las flores que, quizá algún día, me regalen los cactus, me ha entrado frío.

Voy adentro, a ponerme una camisa de manga larga…

 

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CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y TRES

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Después de sesenta y tres días de tiempo suspendido, apenas se oyen aplausos. Quizá los de los clientes llamando a los camareros en los bares. Y poco más.

La indignación deja paso a la perplejidad. Y la perplejidad, al hastío.

Dicen que Murcia es la región donde menos contagios hay pero, al mismo tiempo, donde más se saltan los confinamientos. Es la comidilla. La confianza mató al gato, que no se nos olvide.

Para los que se lo preguntan, el TSJ de Murcia, a día de hoy, baraja como posible fecha de reactivación judicial la del 10 de junio, la de la hipotética reactivación de plazos. Justo después del Día de la Región. Pero es mera especulación, no hay nada seguro y todo depende de si se prorroga o no el estado de alarma.

Al bajar a tirar la basura me econtré un zagal en patinete, con sudadera, capucha y máscara. Era un repartidor de «Glovoo».

Ni juzgo ni censuro. Al menos el chaval tiene un curro. Pero no deja de ser llamativo.

Las colas para pedir alimento aumentan día a día y otros pueden pedir que les traigan una hamburguesa en patinete. A lo mejor la pide alguien que en su trabajo extrema la seguridad pero, sin embargo, ¿que garantía tiene de que no le han estornudado en la lechuga? Bueno, eso siempre ha pasado, pero es que antes no te podían contagiar el coronavirus.

Después de sesenta y tres días en estado de alarma uno tiene la tentación de cerrar aquí esta especie de diario. No siempre se tienen las mismas ideas y, por qué no decirlo, las mismas ganas.

Pero hacerlo sería alinearme junto a los que dan por terminada esta crisis.

Cuando hay una guerra es importante saber en qué lado te sitúas.

Y desde luego, yo lo sigo teniendo claro.

 

 

CORONAVIRUS, DÍA SESENTA Y DOS

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«Alcalde: todos somos contingentes, pero tú eres necesario»

(JOSE LUIS CUERDA – «Amanece que no es poco»)

 

Antes del advenimiento del actual Estado de las «Autonosuyas», en la escuela nos enseñaban que la Región de Murcia tenía dos provincias, a saber, Albacete y Murcia.

Ríos de tinta se han escrito desde que los albaceteños abandonaron lo que fue un territorio histórico que, a pesar de su denominación, siempre ha sido mucho más que «Murcia» y que tiene su origen -como entidad política- en lo que antaño fue un pujante reino musulmán.

En mi trabajo diario me sigo encontrando reminiscencias históricas que demuestran hasta qué punto estábamos unidos: la Audiencia Territorial (tribunal de apelaciones) estaba en Albacete y el Colegio Notarial, también.

Aunque algo queda, ¿verdad? No en vano, la actual estación del AVE «de Murcia» está allí, en Albacete-Los Llanos.

Pero en la Historia de España pasamos también «de fase» y en la vorágine de la descentralización, la del famoso «café para todos», los albaceteños eligieron el suyo y se incoporaron como la quinta provincia de una nueva autonomía que se llamaría «Castilla-La Mancha».

Quién sabe; si todavía estuvieran con nosotros, igual ahora disfrutarían de la Fase I.

Albacete, Murcia, Almería…

Los primeros destinos de mis padres, maestros, me han marcado mucho.

Aunque mis ojos vieran la luz por vez primera en el antiguo Hospital de la Cruz Roja, junto al Río Segura (Murcia), en realidad soy hijo del Cabo de Gata (Almería), por parte de padre, y por la de mi madre, del Río Mundo (Albacete).

Me he dado cuenta de que en mi vida he actuado -y aun lo sigo haciendo- como los salmones: vivo nadando y nadando contra corriente, remontando río arriba, buscando -a tientas- mis orígenes, unas veces rumbo a la Almadraba de Monteleva y otras a los Chorros del Río Mundo…

¿Por qué regreso una y otra vez?

Estoy seguro de que mis padres tuvieron que ser muy felices en esos sitios; tanto, que en sus átomos se quedó impregnado un «algo», una energía positiva que me transmitieron al tiempo de darme la vida. Lo que sintió su corazón, la libertad de la que gozaron o, quizá, ambas cosas a la vez.

«Es cosa de magia», dirían algunos; aunque ahora ya «sabemos» que a eso se le llama Física Cuántica.

Al final, la vida es eso, un correr y correr de un sitio a otro, como hacía Forrest Gump. Corres hasta que llegas a un tope geográfico que, en mi caso, tiene forma de cabo -enfrentado al mar Mediterráneo- o de nacimiento de río parido desde una montaña. Tocas la pared y te das la vuelta.

Así que, regresando al cariño que le tengo a Albacete, se trata de un territorio con un humor muy peculiar, con denominación de origen, y que nos ha dado ilustres personajes, como el citado Jose Luis Cuerda, que nos dejó allá por febrero, apenas un mes antes de que se iniciara este tiempo suspendido.

Por muchas ideas que tuviera Cuerda no sé yo si podría haberse imaginado una situación tan surrealista como la que vivimos. Y la cita del primer párrafo, la de la contingencia y la necesidad, viene al caso con lo que está pasando.

Que todo un Sr. Ministro del Gobierno denigre el turismo, nuestro «petróleo» nacional es, cuando menos, preocupante. Porque no sabes a qué atenerte: siempre es preferible vérselas con carteristas que con tontos. Ahora resulta que el turismo es «contigente».

Y, en otro orden de cosas, «ocurrencias» aparte, alguien tiene que avisar que para reactivar «la cosa» tienen que dar una solución a la conciliación laboral y familiar. Y ahí es donde topamos con el sistema educativo.

Si no se le tiene ya ningún respeto a la figura del «maestro» (hace tiempo que se perdió), al menos que se considere como algo esencial y estratégico a la escuela, ese «contenedor de niños» que, lejos de ser contingente, se ha revelado también como «necesario». Como pasaba con el famoso alcalde de la película.

Porque de hablar de la crisis sanitaria (inmediata y aún vigente), hemos pasado a hablar de la económica (a medio y largo plazo). Y si nos descuidamos con la educación, es posible que, en habiendo tocado fondo, aún tengamos margen para caer todavía mas hondo.

Todo este batiburrillo de ideas me vienen a la cabeza porque esta mañana, recién levantado, pensé en que las escuelas siguen vacías; me acordé de los viejos pupitres, del polvo de tiza y ese inconfundible olor a madera que todavía desprende un lápiz cuando le sacas punta.

Y me imaginé a mis padres -uno en Almería, la otra en Albacete- con la edad que ahora tiene mi hija, jóvenes, ilusionados, pura energía; dirigiéndose a sus alumnos como esos maestros maravillosos que nos pintó Cuerda en sus películas, dando lecciones magistrales sobre el corazón y la libertad.

 

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Foto: El Cabo de Gata (Almería) y los Chorros del Río Mundo (Albacete), unidos por la pizarra y un óvulo fecundado que corretea por ahí con sombrero de ala ancha y gafas de aviador.