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ALGAS, ÍNDICE BIGMAC, CAPPUCCINO, CASTEL DELL OVO, DOS CABALLOS, IDRISI, MAPAS, NAPOLES, PTOLOMEO, REFRANES, VESUBIO
En el sueño de esta mañana -ese que aún se recuerda cuando abres los ojos- soy el propietario de un viejo «dos caballos». Se lo he dejado a un carrocero para que me lo ponga otra vez en solfa, acondicionándolo por fuera pero, sobre todo, por dentro: lo tenía arrumbado en un corral donde lo usaban las gallinas para corretear y hacer en él sus necesidades. Estoy seguro que he tenido que arrugar la nariz durmiendo porque, en mi sueño, olía a demonios.
Cuando me lo entrega, con la carrocería pulida y adornado con cromados, el viejo «dos caballos» reluce bajo el sol y, por dentro, de sus asientos retapizados se aspira ese inconfudible olor a coche nuevo. «Son mil euros» -me espeta el paisano, mientras me extiende un recibí en un talonario sin memebrete y añade: «Conste que te hago precio de amigo; que he tenido que recorrerme muchos desguaces para buscar las piezas; y, a lo que me las cobran, apenas me va a quedar margen para convidarme en el bar».
Ahí, justo en ese momento, se me ha descosido el relato; porque -me digo- este tío me está engañando. No puede ser cierto lo que me cuenta porque, ahora, en este tiempo suspendido… no hay bares abiertos para almorzar ni convidarse.
Nunca he tenido gallinas, ni corrales y, ni mucho menos, un «dos caballos». Así que pienso que el sueño tiene más que ver con el reciclaje: una alegoría del volver a lo antiguo, a lo usado. De eso saben, y mucho, en Buenos Aires, donde florecen los mercados de segunda mano, las librerías de viejo; donde una empresa tipo Wallapop, llamada «MERCADO LIBRE», cotiza por las nubes. Me permito un apunte economicista: como allá el valor de la moneda fluctúa mucho y nunca estás seguro de lo que puedes comprar con tus pesos, recuerdo una tienda en la que me dijeron que comparara el precio que marcaban con el de esa web. Y que no lo iba a comprar más barato. «Ríete tú del famoso índice BigMac» -pensé.
Me desayuno con algunos comentarios -amables, afectuosos…-, sobre este blog donde, a modo de diario, todas las noches me entretengo juntando unas cuantas letras sin ninguna finalidad concreta. Comparado con lo que publicaba antes me quedará como una cápsula de tiempo, un paréntesis -espero que no muy extenso- entre dos vidas de perpetuo arrebato. Apuntes para releer cuando los relojes recuperen su vida y marquen otra vez las horas.
Ahora echamos de menos esos ratos en los que hacíamos eso, andar por andar, sin un rumbo concreto. Como cuando estuve en Nápoles, por ejemplo, y me dio por subir al Vesubio. La tarde anterior habia pasado por Pompeya, que era el único «fijo» de esa etapa, y me relajaba tomando un cappuccino en el Castel dell’Ovo, una fortaleza desde la que escuché cómo me llamaba el volcán cuya silueta me recordaba el famoso dibujo de El Principito. Solo que más achatada en sus formas. «Ven, veeen…» -me susurraba-. Así que decidí acercarme. Subí y subí con el coche hasta donde me permiteron. Aparqué y me deje llevar hasta la falda en una furgoneta lanzadera. Una vez allí, previo pago de la entrada, seguí subiendo a pie hasta el cráter que rodeé hasta que se acabó el sendero y me tuve que dar la vuelta. Más o menos como Forrest Gump cuando salió a correr y llegó hasta el mar. Solo que, en este caso, se desató una tormenta terrible y los que por allí andábamos tuvimos que refugiarnos en un chiriguito a esperar que escampara. Cuento todo esto porque imagino que con el blog pasará lo mismo. Un día se acabará el confinamiento, todo habrá llegado a su fin y no me quedará otra que descender del volcán.
Hoy he notado cierto desánimo y no solo porque no hay tantos memes. Te lo dicen abiertamente y entonces es cuando lamentas no poder más que mandar un abrazo virtual. Pero si esto parece duro y aprovechando que en mi relato me he pasado por Nápoles, recomiendo releer, por ejemplo,»La Piel», de Curzio Malaparte. O el «Ensayo sobre la ceguera», de Saramago. Más que por nada por comparar situaciones. Y, lo puedo asegurar, salimos ganando.
Quizá mi manera de expresarme no sea la de retuitear memes ingeniosos y tampoco soy de lo que gustan hablar mucho por teléfono. Es posible que sea porque lo tengo asociado al trabajo, nunca con el ocio o el divertimento. Y hablando de teléfono, el mío me avisa que me pase por el IKEA a comprar unos marcos para enmarcar un par de mapas que me compré antes de que se desatara la crisis.
Se quedará pospuesto, para cuando se pueda. Porque, aunque me dejaran salir, apenas he tenido un respiro hoy.
Termino la jornada como si hubiera estuviera corriendo por un playa sobre algas podridas. Cansado y con la sensación de no haber llegado casi a nada.
Pero con margen aún para una última sonrisa.
En este tiempo suspendido, en este mundo al revés, donde las personas están enjauladas y los pájaros volando, resulta que se van a cambiar hasta los refranes. Porque, visto cómo se las gastan algunos comprando test para el coronavirus, se acabó lo de decir eso de que «lo han engañado como a un chino».