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Termino de leer el Real Decreto que establece, por segunda vez desde que se instauró la Democracia en España, el Estado de Alarma. Lo primero que hago -deformación profesional- es apuntar el vencimiento del plazo: quince días naturales a contar desde la fecha de su publicación en el BOE. Quince días de restricciones, quince días de confinamiento domiciliario y quince días en los que se prevé una parálisis de la actividad de todo un país.

El precedente lo tuvimos como consecuencia de una huelga de controladores aéreos. Pero ni de lejos se llegó a tanto. Para dar una idea de la gravedad, sirva como botón de muestra el hecho de que se ha ordenado el cierre de todos los bares a lo largo del territorio nacional. Algo inaudito. Ni siquiera en tiempos de guerra se habría tomado una decisión como esa.

Superado el primer sentimiento de incredulidad y siendo consciente de que estamos ante una situación excepcional, de una catástrofe de la que costará mucho tiempo recuperarse, siento también que me encuentro con un regalo inesperado: durante este tiempo no van a correr los plazos ni tampoco se van a celebrar juicios.

Me dispongo, pues, a vivir una especie de ensoñación, de un espacio-tiempo donde voy a poder seguir moviéndome mientras que todo estará paralizado. Una oportunidad, en definitiva, de poner el reloj a cero, de recuperar -si ello es posible- el tiempo perdido.

No lo afronto como unas vacaciones, ni mucho menos; bien aprovechado, este tiempo podría ser algo mejor que eso. Solo es cuestión de organizarnos.

Como contrapartida, parece que el personal anda un poco revuelto con la idea de renunciar a sus actividades habituales de ocio (del trabajo no se quejan), como si estar en casa fuera una condena, un castigo insoportable.

Y entonces no puedo evitar acordarme de lo que escribió Thoreau en su “Walden”, aquello de que en su casa tenía tres sillas: una para la soledad, dos para la amistad, tres para la compañía. Dependerá de cada cual dónde decida sentarse en cada momento, añado yo.

Thoreau fue un tipo que decidió autoexiliarse a una cabaña para vivir prácticamente solo durante dos años, dos meses y dos días. Y “Walden” era el nombre del estanque donde plantó una choza de pino, donde escribió su célebre diario.

Aunque pudiera parecer un “rarito”, en el siglo XIX, decía cosas tan sensatas como que “los hombres se han convertido en herramientas de sus herramientas” (y eso que no conocía los dichosos teléfonos móviles) o que “nuestras invenciones suelen ser hermosos juguetes que distraen la atención de cosas serias” (tampoco conoció las redes sociales, a saber lo que diría ahora).

Ha llegado el tiempo de centrarse en las cosas serias.

Como, por ejemplo esta tarde, en la que he vuelto a ver “El Club de los Poetas Muertos”. Y, mira por donde, que me vuelvo a tropezar con el bueno de Thoreau y su poema “Fui a los bosques”, que reza así:

«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido».

Quizá para la inmensa mayoría quince días de confinamiento le parezca algo insoportable. En mi caso, creo, me van a parecer muy pocos.