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Después de sesenta y un días de confinamiento tenía que llegar. Me refiero a esa jornada laboral «extended play» en la que lo das todo -hasta la extenuación- y en la que, cuando dices «hasta aquí he llegao», todavía te tienes que dejar alguna cosa en el tintero.
Y eso que he puesto de mi parte.
Madrugué, como siempre. No hice deporte, para ir pronto al despacho. A mediodía malcomí una pizza congelada, no me premié con una cabezadita en el sofá y hasta tuve que hacer «pellas» en las «extraescolares» (qué vergüenza, a mi edad…).
Son las 22:45 horas y todavía no he salido de mi oficina. Pero ya está bien.
Ha sido día de reecuentro con varias personas que forman parte del «paisaje» laboral, los del día a día; los del «tajo».
Me recordaba al primer día de colegio, cuando después de dos meses de veraneo te reecontrabas con la «buena muchachada», como reza el tango. Solo que hoy le dimos la vuelta a la letra y sonaba alegre: «Hola muchachos, compañeros de mi vida».
Porque compañeros son los que comparten el pan. He notado vitalidad, alegría e ilusión para afrontar lo que tenga que venir. Y eso también se transmite (mejor no decir «se contagia», por aquello de no llamar al bicho).
Se nota que hacen falta buenas noticias y hacen falta ya. Vivir para contarlo es una buena noticia.
«Lo urgente» y «lo importante» de hoy se quedó hecho.
Y mañana más, como se suele decir.
Aunque mañana, parafraseando el cuento más corto del mundo, «mañana cuando despertemos, el conoravirus seguirá ahí».