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Todo lo que tiene nombre, existe. Y todo lo que existe, tiene nombre.
Con esa lógica, en el Diccionario de la RAE debería aparecer la palabra «conspiranoia». Pero no. Sigo buscando por la Red y encuentro que esa voz fue acuñada en 1989 por el sociólogo Enrique de Vicente a partir de conspiración y paranoia, y se empezó a utilizar con sentido humorístico, irónico o despectivo, para referirse a la obsesión por las teorías conspirativas cuando se consideraban sin fundamento, basadas en datos falsos.
En el día vigésimo de este tiempo suspendido a algunos les puede estar pasando ya como a los que tienen visiones cuando vagan por el desierto. Por exceso de confinamiento y de tiempo libre.
Así, un primer grupo de conspiranoicos cuenta teorías sobre el nacimiento del virus: que si lo llevaron los norteamericanos a Wuhan; otros, que si se escapó de una fábrica de armas biológicas; y otros, que todo esto es el resultado de un plan premeditado de China para hacerse con el mundo, algo que ya estaba escrito por unos coroneles en un libro o no sé qué. Y apuntan, como argumento irrefutable, el siguiente: fíjense en que los aliados de China apenas lo están padeciendo.
Otro grupo de conspiranoicos, más «domésticos» ellos, denuncia que el Gobierno (el nuestro, no el de los chinos) no quiere rescatar a los autónomos y a las Pymes; y que ello no es otra cosa que una maniobra encaminada a que la economía se articule en el futuro a través de grandes empresas y multinacionales.
Yo me quedo con el principio de Ockham, ese que dice que, «entre varias opciones, la explicación más simple y suficiente es la más probable, más no necesariamente la verdadera».
A lo mejor nadie se ha parado a pensar en que lo que nos pasa es, simplemente, porque somos unos idiotas. La Humanidad, en su conjunto, que no se me moleste nadie. Idiotas. Pero no en el sentido de «corto de entendederas», sino el de su etimología griega, el que nos dice que idiota era aquel que se preocupaba solo de sí mismo, de sus intereses privados y particulares, sin prestar atención a los asuntos públicos.
Leo que en Barcelona suspiran -ahora- por los turistas que antes abarrotaban sus Ramblas y a los que, no hace mucho, unos idiotas apedreaban cuando iban en el bus turistic. Son los que propiciaron el nacimiento de una nueva palabra: «turismofobia». Que ya he buscado y aún no está en el diccionario de la RAE.
En la «España Vaciada», la España olvidada, levantan barricadas a las entradas de los pueblos para que no les contaminen los forasteros. Porque otros idiotas han decidido pasar el confinamiento y la Semana Santa en sus segundas residencias.
Y, hablando de conspiraciones y de tomarnos por idiotas, no sé si soy el único que tiene curiosidad en saber qué está pasando con el tráfico de drogas.
Porque con el sistema productivo en estado de hibernación (sic), con todas las vías públicas tomadas por policías y militares; con puertos y aeropuertos sin apenas viajeros; y todo ello mezclado -pero no agitado- con veinte días de confinamiento domiciliario (Rodofo y Daniel Serrano dirían «Toda España era una cárcel»), ello supondría, como digo, una bomba de relojería que cuando estalle debería llenar las calles de adictos tirados en el suelo echando espumarajos por la boca.
Cuenta una antigua leyenda urbana que en las prisiones no suele haber motines porque dentro se tolera el menudeo. En otro caso, serían ingobernables, sobre todo cuando aprietan los meses de calor. Pero, claro, eso es una leyenda urbana.
No lo dijo Okcham; lo dice el saber popular: lo que hoy cuesta dinero, mañana lo sabrás gratis.
Después de veinte días de confinamiento no sé si prefiero que me llamen idiota o conspiranoico.