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TRI
La historia comienza con unos jóvenes abogados que, con toda la ilusión del mundo, montan un despacho.

La sede no es la de un lujoso edificio de oficinas, no. Pero no faltan el parquet, unos cuadros adornando las paredes (todos originales, eso sí) y una mesa de madera maciza para las reuniones. Hablamos de una mesa limpia y sin expedientes amontonados. Que no veas la mala imagen que da eso.

Despacho coqueto y funcional. Aunque todavía no haya dado tiempo a poner el aire acondicionado. Ay. En Murcia, con la que cae…

La historia sigue con una visita. Para darle el estreno vienen dos clientes –constructores entrampados- con su principal acreedor quien, a su vez, se presenta acompañado por un director de sucursal que, por lo visto, se saca sobresueldo por las tardes. No se sabe qué formación tiene, pero desde luego está claro que no es abogado. Es su “asesor”. Vale.

Después de un tira y afloja que dura un par de horas, al final hay acuerdo y se redacta un texto que recoge las condiciones de refinanciación por las que el prestamista les da un poco más de “cuello” a los clientes. Solo queda sacar el dinero y acudir al notario, gestión que se remataría al día siguiente.

Es en la puerta, despidiéndose, cuando el “asesor” se vuelve y dice:

-Ah… Fulano, Mengano… a ver si le pagáis más a vuestro abogado, que le dé para comprar un aire acondicionado. Que no veas qué calor he pasado esta tarde.

Y se da media vuelta sin esperar contestación.

La historia termina a la mañana siguiente, en la notaría. Ha pasado media hora; y una hora; y casi hora y media; y el “asesor” que no viene con el dinero prometido.

Todos se remueven con incomodidad en la sala de espera. El enfado del prestamista empieza a ser monumental.

Claro que, como en esa época no hay teléfonos móviles, no hay manera de saber qué pasa.

Amago de suspender y romper trato.

Y en esas que llega el “asesor”, empapado de sudor –já- y todo congestionado –ja, ja-:

-Milperdones, milperdones, pero es que se me ha parado el coche en la autovía. Ná, una tontería, al final era un latiguillo, que se ha salido de sitio… Me lo han vuelto a colocar y listo –se explica.

Se firma la papela, se entrega el dinero y, después de convidarse, hora de la despedida.

El abogado duda. Lo dice, no lo dice… Sí, lo dice. Total, ya se ha firmado y no hay marcha atrás:

-Encantado de conocerle, D. Zutano. Ah, una cosa solo: que con la pasta que va a ganar con mis clientes, a ver si por lo menos le da para comprarle un latiguillo nuevo a su asesor. Que la próxima vez llegue a tiempo y no le haga esperar.

Maldito karma.