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Amanece el día veintidós de este tiempo suspendido, que es un domingo más -el tercero del confinamiento- pero también uno menos, si miramos el calendario en modo cuenta atrás.
Son las 7:16 horas y, a pesar de que no había ninguna necesidad de madrugar, ya estoy con los ojos abiertos. Como ello no obedece a ninguna pesadilla ni sobresalto, me despierto de muy buen humor. Es «síntoma» de haber descansado.
Abro las dos ventanas de mi dormitorio para que entre el fresco mañanero; saludo al Rey Lobo, allá en su fortaleza de Monteagudo, y vuelvo a arrebujarme debajo de las sábanas. Sin prisas, sin hora…
A lo mejor no me gusta que me toquen el brazo cuando me hablan. Pero sí que se echan de menos los abrazos. O una cabeza en el pecho. O un despertar para volver a dormirse con respiración ajena.
Por lo pronto, en la calle solo se escucha el canto de los pájaros. No circula ningún vehículo. Ni siquiera se oye el tranvía.
Desde la cocina se filtra el olor de las tostadas quemadas de algún vecino. Imagino una buena razón (o un par) para volver a acostarse y que por eso se las ha olvidado. «¿Me das otro beso de buenos dias? No seas tonto, anda, que ya te harás otras tostadas».
Con esos pensamientos y una sonrisa me levanto definitivamente; después de remolonear un rato hago sesión doble de entrenamiento. Tengo que compensar que ayer fue un día más «sedentario» y al final hice novillos.
Y hablando de olores, el/la fumador/a de porros de mi edificio no perdona y el olor a «maría» se me filtra por debajo de la puerta de mi casa. Pudiera ser que se aprovisionara bien cuando se vio venir el confinamiento pero la verdad es que no parece que tenga problema. Esto último lo digo porque no deben de ser muy estrictos los controles de carreteras, no. Y para el que no me crea, que miren lo que está pasando esta noche con la zona de la costa: nueva invasión de madrileños que vienen a pasar la «Semana Fantasma».
El día transcurre entre llamada y llamada. Con recuerdos del pasado. Y en esas estamos cuando me llega una foto, un fogonzado del pasado. Es del día del Bando de la Huerta, de nuestros años mozos, universitarios. Estamos en el «Tío Sentao». Como las de todos los jóvenes en esa época, lucimos alegres, guapos, lozanos. A esa edad todos nos creemos inmortales. Pero no, no lo somos. Atrás quedaron mi tupé y las gafas de sol de concha, la cara lampiña y otras cosas. De aquellos días -menos mal- aun quedan los mismos labios. Pero mi amiga Adela, que apenas sale en la foto, ya no está con nosotros; nos dejó ahora hace casi un año. Fue un bofetón que nos dio la vida y que a más de uno nos puso las orejas tiesas. Al menos puedo decir que tomé nota, que antes del tiempo suspendido he tratado de ser un alumno aplicado y que mis labios han sabido beber y besar a tiempo.
A los aplausos de esta tarde (por cierto, cada día con más luz; cómo se nota el paso del tiempo), se le une el ulular de sirenas de los servicios de emergencia y, cuando éstos pasan y los aplausos cesan, también se distingue el sonido de tambores destemplados de la Semana Santa.
El coronavirus no distingue religiones ni credos; no ha respetado ceremonias, liturgias ni procesiones. Nos ha igualado a todos.
Tanto, que este este año algunos van a tener problema para elegir el sitio donde comprar la loteria de Navidad. Me refiero, por supuesto, a esos supersticiosos que la eligen por el sitio donde ha ocudido una desgracia.