«-¿Sabes en qué se parece tu piscina a tu mujer?
-No
-En la cantidad de tiempo que le dedicas y lo poco que te metes en ella.»
(Viejo chiste que se contaba antes de la dictadura de lo políticamente correcto)
Que si era cosa del limón; que si era por la magia del paparajote; que si, más bien, era por la temperatura… El caso es que, en todo este tiempo, la Región de Murcia ha parecido ser la campeona de la lucha contra el bichito: fue la que más tardó en caer y de las que menos lo han padecido.
A diferencia de lo que dijo alguna lumbrera (que «eso pasaba porque no teníamos AVE»), lo que realmente sucedió es que el dichoso virus llegó a estas tierras, olió la pestucia marmenorense y… salió por patas hacia Madrid, siguiendo la misma ruta -pero a la inversa- que hicieron los que que bajaron infectados dos semanas después:
-Me marcho, no vaya a ser que pille algo -dicen que comentaba el bichito entre dientes.
Lo que pasa con el Mar Menor es algo parecido a lo de ciertas piscinas, pero a otra escala.
Que durante todo el invierno están verdes, tirando a asquerosillas.
Fuera de temporada, como no hace tiempo de bañarse, casi nadie se fija en ellas. Tampoco molestan los mosquitos -por el frío-. Así que todo el mundo hace como que no las ve: ni el dueño de la casa ni -por supuesto- los visitantes.
Los más pudientes -o escaldados- les ponen unas fundas.
Y así, como hacen los niños pequeños tapándose los ojos, todos aliviados; porque lo que no se ve, no existe.
Del Mar Menor, como digo que pasa con ciertas piscinas, solo se acuerdan para cuidarlo cuando se acerca el verano. Entonces sí, aparecen como por ensalmo brigadas de operarios y maquinaria variada que se publicita con ruedas de prensa grabadas a pie de obra, en la misma orilla… En ellas hasta nos hablan de que la solución puede ser la araña finlandesa. Como dicen por ahí, «la tontería es gratis y cada cual se sirve la que quiere».
Ahora que veo a los operarios enfangados, pisando sobre una mugre negra y maloliente («apta para el baño», dicen), me acuerdo de la única vez en mi vida que he tenido la ocasión de cuidar de una piscina.
La piscina en cuestión, en lugar de gresite, estaba hecha con un «lainer» (creo que así lo llamaban), un plástico fuerte parecido al que se usa para hacer los embalses de riego, pero decorado con un dibujo que reproducía el diseño de unos manises.
Era por eso por lo que el fabricante recomendaba no echar cloro (para evitar la decoloración del dibujo), y en su lugar, que se utilizaran productos alternativos -más ecológicos decían ellos, más caros pensaba yo-, productos que, en el fondo, nunca mejor dicho, no servían de mucho.
Así que, después de tres baños, el agua se ponía turbia y a la semana empezaba a verdear.
Fueron los años en los que incorporé a mi vocabulario términos como «skimmer», «floculante», «reductor de ph», «barredera», «antialgas»… Y el chiste del principio de este escrito.
Al final comprendí que era una guerra perdida. Porque, después de investigar un poco más, descubrí que la depuradora que nos vendieron («de mochila» la llamaban), estaba hecha a base de cartuchos con filtros de papel que eran para piscinas de interior.
Con las de exterior, en cambio, el polvo, el barro y otras sustancias obstruían esos filtros, inutilizándolos.
Cuando el agua era irrecuperable, no había más alternativa que vaciar la piscina, rascar paredes y fondo a base bien, desinfectar con lejía… y volver a llenar.
Así que lección aprendida: en lugar de dedicar tiempo y recursos para limpiarla, lo suyo era atacar sin rodeos la fuente del problema, cambiar el sistema de cloración y, sobre todo, de depuradora.
Pero, por lo visto, eso (me refiero a lo de ir al origen de la corrupción de las aguas), no se puede hacer con nuestra laguna.
Los políticos no le dedican tiempo ni, por supuesto, tienen el más mínimo interés por meterse en ella.