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Desde su habitación, en penumbra y acostada en la cama, Dª. M. oyó el timbre:

-¿Quién es, P.? Anda hija, mira a ver quién es; que han llamado a la puerta.
-Unos señores, mamá, que vienen a verte.
-¿A mí? ¿A estas horas? –preguntó mientras se atusaba el pelo.
-Sí, mamá; te van a hacer unas preguntas…
-… vale –dijo repantigándose. Pero que no me entretengan mucho; he mirado el reloj y ya es hora de comer.

Cincuenta minutos después, mientras bajaban por el ascensor, el juez y el forense comentaban en voz baja que la presunta incapaz no había fallado ni una, “pero-ni-una-sola-pregunta-oye”: su nombre, los apellidos, el estado civil, el día de la semana en que estaban, sus estudios…

Vamos, es que ni siquiera se había atrevido a coquetear con la edad –“la ha clavado, es que la ha clavado”-, murmuraba su señoría. Iba a resultar muy difícil estimar la solicitud de incapacitación y nombrarle tutora.

El caso es que la vieron muy desvalida; y los informes que presentó el abogado no dejaban lugar a la duda; el deterioro cognitivo era indiscutible… ¿Hablaban de la misma persona?

Se despidieron en el portal, resignados, sabiendo que esta vez iban a tener que ser muy finos en sus respectivos escritos.

Mientras tanto, en la misma habitación, con la voz muy baja y temiendo aún que la pudieran oír, Dª. M. le preguntaba a su hija:

-¿Me ha salido bien el examen? Es que, aunque no se han presentado, yo sé que quienes han venido son el señor rector y su secretario; me han hecho un interrogatorio que no veas. Qué mal rato me han hecho pasar… Bueno, he hecho lo que he podido. Ya veremos si me dan la plaza en la universidad; vamos a comer algo, hija.